martes, 22 de julio de 2008

El Ascensorista de Mª Isabel Redondo





Mª Isabel es el nombre de la esperanza. Su visión del mundo es optimista y en cada rincón busca la luz adecuada para espantar las sombras.



No conozco a Mª Isabel personalmente, pero tengo el convencimiento de que si le hicieran una caricatura, en ella destacaría una enorme sonrisa.



Aquí tenéis un relato que me ha enviado. Ya me diréis si al acabar estáis sonriendo o no.

























El Ascensorista
Para Cristina




1






Ana Alvarado se sentía atrapada, en un callejón sin salida. Estaba harta de tenerle miedo a todo, de sentir aquella angustia terrible en el estómago cuando pensaba que al día siguiente tenía que ir a trabajar, de salir solo cuando era absolutamente necesario, para volver a refugiarse en casa lo más pronto posible, del pánico irracional que le entraba cada vez que tenía que hacer una llamada telefónica... Y cada vez era peor. Ni el yoga, ni los libros de autoayuda, ni el psicólogo ni la religión le habían servido de nada. Le abrumaba la sensación, el convencimiento casi, de no poder ya más. Cada día era mayor el peso que soportaba su alma, y ella se sentía sin fuerzas para poder luchar contra aquella corriente arrolladora que amenazaba con arrastrarla a la negrura más sombría.
Huir, huir de todo y a todas horas. Pero huir adónde si, fuera donde fuera, todas sus inquietudes y temores los llevaba con ella en su mochila.
El pánico era un dolor físico, un negro remolino justo encima de su ombligo que le subía por el pecho y la garganta y se le enroscaba en el interior del cerebro como una niebla que embotaba sus sentidos.
Como una sonámbula se encaminó al lujoso ascensor del edificio, aquella
Torre Castilla
de treinta y dos plantas que recibía diariamente la visita de cientos de personas entre trabajadores, clientes y turistas. Se sentó en el banco perimetral de madera, que estaba vacío, y miró sin ver el complicado panel de mandos de acero inoxidable y el teléfono de emergencias color crema. El ascensorista, con pantalón y corbata negros y camisa azul, permanecía de pie junto a la puerta en actitud impasible, seguramente esperando a que subieran más personas.
—¿Qué piso, señorita?
—Arriba.
Arriba, donde hubiera luz que disipara las tinieblas. Y si no... el aire libre la acogería en sus brazos y terminaría todo de una vez. Ya no podía más...





2









Jaime Roldán entró corriendo en el ascensor con su teléfono móvil en una mano y el maletín de ejecutivo en la otra. Llegaba tarde. Había quedado con ese cretino de Acevedo a las dos y media en el restaurante de la última planta, y ya pasaban casi diez minutos de la hora. Comerían bien: surtido de ibéricos, marisco, solomillo... de todo. A la hora del café haría que el otro le presentara los falsos resultados del negocio, que él ya conocía, y luego se llevaría al muy cabrón a dar

un paseo.
—Último piso, por favor —indicó al ascensorista, y fue a sentarse en la otra esquina del banco, lo más lejos posible de la joven. Con cuidado, depositó el maletín a sus pies sobre la mullida alfombra, sintiendo el peso reconfortante del arma que iba dentro, y se guardó el móvil en el bolsillo del traje.
¿Se había creído el muy imbécil que podía irse de rositas? Era la ley:
a ellos
no se les traicionaba, nunca, y el que fuera tan subnormal de intentarlo, invariablemente moría.




3







El ascensorista, considerando seguramente que ya había esperado bastante, cerró las dos hojas de la puerta exterior de hierro forjado, luego las interiores, correderas y de cristal esmerilado, y a continuación puso en marcha la máquina. Eran exactamente las tres menos cuarto de la tarde.





4







El índice de desesperanza dentro de aquel ascensor sobrepasaba con creces el nivel de lo soportable. Jack, el ascensorista, podía notar esas cosas. Miró en torno suyo, a la hermosa joven del vestido de lino color pistacho y expresión de inmensa tristeza... y algo más; al ejecutivo, un poco mayor que ella, y en cuya cara parecía llevar escritas las palabras

odio y peligro. Vaciló un par de segundos y finalmente, mientras continuaban subiendo con toda suavidad, tomó la llave que llevaba colgada al cuello de una cadenita, la introdujo en la cerradura de uno de los botones del panel de mandos, la giró un cuarto de vuelta en el sentido de las agujas del reloj e inmediatamente marcó el código 131327.
Al fin y al cabo aquel era su trabajo, para eso estaba allí.




5









—Planta baja. Hemos llegado —anunció Jack con voz de rutina.
El hombre y la mujer salieron del ascensor cogidos de la mano.
Annia Waldem, con su lindo vestido color pistacho y su bolso de piel colgado al hombro, sonreía contenta. Llevaba tres años felizmente casada con Iacobus Waldem, el primer y único amor de su vida. No tenían hijos, pero todavía estaban a tiempo. Aún le quedaban ocho días de vacaciones antes de reincorporarse a su puesto de enfermera y pensaba disfrutarlos al máximo.
Iacobus trabajaba en una ONG. No ganaba mucho, pero era tal el afán que sentía por ayudar a sus semejantes que esto bien poco le importaba mientras tuviera lo suficiente para cubrir sus necesidades. Acababa de conseguir un donativo de una de las grandes empresas que tenían su sede en aquel rascacielos, y la satisfacción hacía que el maletín donde llevaba los documentos le pesara como una pluma.
—Vamos a comer algo en una de las terrazas de ahí fuera —sugirió su esposa—, y luego podemos ir a ver la exposición que hay en el Museo del Prado. ¿Qué te parece?
—Estupendo —respondió él, conduciéndola suavemente hacia la puerta giratoria.
Eran exactamente las tres menos cuarto de la tarde.





6







A las tres menos cinco Jack Durán entró en el vestuario. Se cambió el uniforme por una camiseta y unos vaqueros y, después de colgar cuidadosamente la ropa de trabajo, guardó la llave en la sofisticada caja de seguridad junto con el emisor del Escudo que le resguardaba de las ondas de energía. Cerró la taquilla y, a las tres en punto, se dirigió al control de entrada y fichó la salida.
En la insignia de plata que llevaba prendida de la ropa brillaban cuatro letras mayúsculas:
HMLM: Hacer del Mundo un Lugar Mejor.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

mal despertar, mal trayecto a la oficina, mala mañana en el trabajo, joder... no veas la falta que me hacia hoy leer algo asi para llegar a la hora de comer...
gracias Mª Isabel.

GuZ.

p.d. gracias al mensajero tambien ;)

J.E. Alamo dijo...

Y es que esta moza eleva el espíritu!!!!

Anónimo dijo...

¡Gracias, guapos!
No sé si lo que dice la presentación es verdad, pero ¿qué sería de nosotros sin la esperanza?

natalia dijo...

querida amiga
este relato eres tú, sin duda.
Gracias por dármelo a conocer.

Un beso.

Natalia.

Anónimo dijo...

Mis más sinceras Felicitaciones a la Autora del Ascensorista por haber conseguido robarle al mundo mi conciencia desde el principio al fin de la audición de su Relato.

Anónimo dijo...

Enhorabuena María Isabel, es un cuento precioso y un canto a la esperanza. Es para mi un orgullo saber que soy pariente (aunque lejano) tuyo. Ojalá nos deleites pronto con nuevas obras!
Gracias
Rafa

Anónimo dijo...

Hola Isabel:
Soy Javier el gallego, tu alumno de informática. Quiero felicitarte por tu relato aunque sea un poco tarde; ya sabes que yo no tengo ni pajolera idea de moverme en internet y ya he provado de mil maneras pero nunca lo consigo.
A ver si de esta va la vencida.
El relato se corresponde con la realidad, yo mismo me encontré en esa situación de no querer estar con nadie y encerrarme en casa y en mi mismo durante mucho tiempo. Ya sabes, cuando tube el accidente y me quedé ciego. Los supuestos amigos no existían y me encontré solo.
Esto no tiene que ver con tu relato, pero sí el hecho de querer olvidarte del mundo y que nadie te moleste.
Cambiando de tema, ¿para cuando el relato que te dijimos tu hermano y yo? tienes que hacer algo nuevo, que se diferencie de lo ya escrito, siempre la misma trama y los finales iguales.
Tu puedes con eso y con mucho mas. si eres capaz de hacer mil cosas a la vez, también puedes con esto; y encima te apasiona la escritura.
Un beso.
FRANCISCO JAVIER.