El Inspector
No hay mal que por bien no venga.
El tiempo todo lo cura.
No hay mal que cien años dure.
En cien años, todos calvos.
En cien años todos calvos. Y en eso sí habían acertado, el rodal asomaba impertinente entre el pelo peinado hacia atrás con mimo. Por lo demás, las frases manidas de consuelo sólo consiguieron irritarle hasta lo indecible, por no hablar de lo que le hubiera hecho al que le daba consabido apretón en el hombro cabalgando el ánimo de rigor. Quedarse solo y entrarle ganas de vomitar, era todo uno. Esos gestos bienintencionados se le indigestaban igual que un plato de babosas.
No sabría decir si lo más duro fue el divorcio; esa bestia de mirada fría y fauces sonrientes:
No hay mal que por bien no venga.
El tiempo todo lo cura.
No hay mal que cien años dure.
En cien años, todos calvos.
En cien años todos calvos. Y en eso sí habían acertado, el rodal asomaba impertinente entre el pelo peinado hacia atrás con mimo. Por lo demás, las frases manidas de consuelo sólo consiguieron irritarle hasta lo indecible, por no hablar de lo que le hubiera hecho al que le daba consabido apretón en el hombro cabalgando el ánimo de rigor. Quedarse solo y entrarle ganas de vomitar, era todo uno. Esos gestos bienintencionados se le indigestaban igual que un plato de babosas.
No sabría decir si lo más duro fue el divorcio; esa bestia de mirada fría y fauces sonrientes:
Adiós querido. Fue bonito mientras duró. Lo siento, me llevo a la niña, la pensión y tu corazón. A ti ya no te va a hacer falta.
Con toda la miseria, desesperación, dolor y finalmente vacío, que trajo en su cola.
O los carroñeros compasivos que acudieron a medrar en su dolor.
De todos modos, pronto captaron el mensaje: A Aguirre era mejor dejarlo solo: Desagradecido hijo de puta. La frase voló sin dueño un día que entraba en la Agencia. Sin dueño pero con la connivencia de todos los que apartaron la mirada ante su llegada, el tipo duro y sin sentimientos: El inspector Aguirre.
Al infierno, pensó. Prefiero vuestro desprecio a vuestras palmaditas. Esa pena que nace de la secreta alegría de comprobar que le ha tocado a otro, a otro que lo tenía todo.
A más de uno le hubiera encantado verle derrumbado, y ese era un alimento que no iban a recibir.
Su mujer –exmujer, se recordó mentalmente- se la pegó con un vecino. Luego le denunció por malos tratos psicológicos.
-Describa malos tratos psicológicos, señora.
-Me ignoraba, sólo me quería para…-. Un sollozo y no tuvo que añadir más.
Dame tu corazón, querido. Cuando acabe de masticarlo, escupiré lo que quede y eso es lo que te vas a quedar.
Y eso fue con lo que se quedó.
Se pasó la mano por la cabeza evitando inconscientemente el rodal. No quiso entrar en el juego. Por la niña, pensó. Y así se lo dijo a su abogado:
-No quiero arrastrarla por el fango. Sólo tiene diez años.
Jamás hubiera admitido que fue su propio hastío lo que le llevó a ceder. El convencimiento de que hiciera lo que hiciera, no se iba a librar de las noches en vela ni de la serpiente del desasosiego que se retorcía en sus tripas. Al menos acortaría los plazos. Que se lo llevara todo, a fin de cuentas hacía tiempo que se lo había entregado. Y a él ya no lo apetecía seguir más tiempo con toda esa mierda. Tenía tomada una decisión y la llevó a cabo. Punto. Nada de mirar hacia atrás. Punto Ahora tenía un trabajo del que ocuparse. Punto.
Entonces ¿Por qué seguiría sintiendo ganas de derramar unas lágrimas que ya no acudían?
-Inspector. Señor.
Levantó la vista del dossier sobre el regazo que justificaba la cabeza vencida.
-¿Qué hay?- replicó apurando el café frío que había traído del bar media hora antes. Interrumpió el gesto que buscaba el tabaco en el bolsillo. No se podía fumar allí dentro.
-¡Menuda estupidez!- clamó cuando se lo dijeron. Recibió por toda respuesta una mirad fría que zanjó la discusión.
Cerró la mano clavando las uñas en la palma. Necesitaba un pitillo.
Curioso como después de lo que había pasado, todo era tan normal. Tan cotidiano: los mismos gestos, los mismos complejos, los mismos miedos, las mismas manías, los mismos vicios. Rió para sus adentros, al menos ya no tenía que preocuparse del tabaco. Su ex odiaba el olor y se apartaba de él cuando iba a besarla.
- ¡No pienso besar un cenicero!- Le espetaba arrugando la nariz pecosa y apartando la cara. Llegó el momento en que el decidió que si quería un beso, tendría que pedírselo ella. Nunca lo hizo. Más tarde se enteró de que el vecino fumaba puros. Claro que a lo mejor no era su boca lo que ella le besaba.
Agitó la cabeza notando como le invadía la desazón, como cada vez que le daba un repaso a su vida.
Se incorporó ajustándose el pantalón mientras procuraba ignorar la incipiente barriga.
La curva de la felicidad. Otra perla de sabiduría popular.
Clavó la mirada en el agente. -¿Qué hay?-, repitió impaciente. Necesitaba ese pitillo de inmediato.
-Ha vuelto, señor. Otro sacerdote. Descubierto por los bomberos cuando fueron a apagar un incendio en la iglesia de la Santísima Trinidad-. Se detuvo humedeciendo los labios. –Rociaron el confesionario con gasolina y le prendieron fuego. El sacerdote, el padre Ambrosio Luján, estaba dentro. Los bomberos creen que maniatado, hay restos de cinta aislante alrededor de las muñecas y los tobillos.
-¿Estáis seguros?
-Bueno, los nuestros están examinando el escenario, pero no dudaría de los bomberos…
-Me refiero a lo de que ha vuelto. Si estáis seguros de que esto es cosa suya.
-La tortura, las marcas en rostro… Todo coincide con los demás casos. Sí, estamos seguros.
Aguirre se sentó pesadamente. El cigarrillo iba a tener que esperar.
Con toda la miseria, desesperación, dolor y finalmente vacío, que trajo en su cola.
O los carroñeros compasivos que acudieron a medrar en su dolor.
De todos modos, pronto captaron el mensaje: A Aguirre era mejor dejarlo solo: Desagradecido hijo de puta. La frase voló sin dueño un día que entraba en la Agencia. Sin dueño pero con la connivencia de todos los que apartaron la mirada ante su llegada, el tipo duro y sin sentimientos: El inspector Aguirre.
Al infierno, pensó. Prefiero vuestro desprecio a vuestras palmaditas. Esa pena que nace de la secreta alegría de comprobar que le ha tocado a otro, a otro que lo tenía todo.
A más de uno le hubiera encantado verle derrumbado, y ese era un alimento que no iban a recibir.
Su mujer –exmujer, se recordó mentalmente- se la pegó con un vecino. Luego le denunció por malos tratos psicológicos.
-Describa malos tratos psicológicos, señora.
-Me ignoraba, sólo me quería para…-. Un sollozo y no tuvo que añadir más.
Dame tu corazón, querido. Cuando acabe de masticarlo, escupiré lo que quede y eso es lo que te vas a quedar.
Y eso fue con lo que se quedó.
Se pasó la mano por la cabeza evitando inconscientemente el rodal. No quiso entrar en el juego. Por la niña, pensó. Y así se lo dijo a su abogado:
-No quiero arrastrarla por el fango. Sólo tiene diez años.
Jamás hubiera admitido que fue su propio hastío lo que le llevó a ceder. El convencimiento de que hiciera lo que hiciera, no se iba a librar de las noches en vela ni de la serpiente del desasosiego que se retorcía en sus tripas. Al menos acortaría los plazos. Que se lo llevara todo, a fin de cuentas hacía tiempo que se lo había entregado. Y a él ya no lo apetecía seguir más tiempo con toda esa mierda. Tenía tomada una decisión y la llevó a cabo. Punto. Nada de mirar hacia atrás. Punto Ahora tenía un trabajo del que ocuparse. Punto.
Entonces ¿Por qué seguiría sintiendo ganas de derramar unas lágrimas que ya no acudían?
-Inspector. Señor.
Levantó la vista del dossier sobre el regazo que justificaba la cabeza vencida.
-¿Qué hay?- replicó apurando el café frío que había traído del bar media hora antes. Interrumpió el gesto que buscaba el tabaco en el bolsillo. No se podía fumar allí dentro.
-¡Menuda estupidez!- clamó cuando se lo dijeron. Recibió por toda respuesta una mirad fría que zanjó la discusión.
Cerró la mano clavando las uñas en la palma. Necesitaba un pitillo.
Curioso como después de lo que había pasado, todo era tan normal. Tan cotidiano: los mismos gestos, los mismos complejos, los mismos miedos, las mismas manías, los mismos vicios. Rió para sus adentros, al menos ya no tenía que preocuparse del tabaco. Su ex odiaba el olor y se apartaba de él cuando iba a besarla.
- ¡No pienso besar un cenicero!- Le espetaba arrugando la nariz pecosa y apartando la cara. Llegó el momento en que el decidió que si quería un beso, tendría que pedírselo ella. Nunca lo hizo. Más tarde se enteró de que el vecino fumaba puros. Claro que a lo mejor no era su boca lo que ella le besaba.
Agitó la cabeza notando como le invadía la desazón, como cada vez que le daba un repaso a su vida.
Se incorporó ajustándose el pantalón mientras procuraba ignorar la incipiente barriga.
La curva de la felicidad. Otra perla de sabiduría popular.
Clavó la mirada en el agente. -¿Qué hay?-, repitió impaciente. Necesitaba ese pitillo de inmediato.
-Ha vuelto, señor. Otro sacerdote. Descubierto por los bomberos cuando fueron a apagar un incendio en la iglesia de la Santísima Trinidad-. Se detuvo humedeciendo los labios. –Rociaron el confesionario con gasolina y le prendieron fuego. El sacerdote, el padre Ambrosio Luján, estaba dentro. Los bomberos creen que maniatado, hay restos de cinta aislante alrededor de las muñecas y los tobillos.
-¿Estáis seguros?
-Bueno, los nuestros están examinando el escenario, pero no dudaría de los bomberos…
-Me refiero a lo de que ha vuelto. Si estáis seguros de que esto es cosa suya.
-La tortura, las marcas en rostro… Todo coincide con los demás casos. Sí, estamos seguros.
Aguirre se sentó pesadamente. El cigarrillo iba a tener que esperar.
2 comentarios:
Fresco, contundente y demoledor
saludos, compañero. Pues a mí me parece ágil. Manejas bien los puntos y el diálogo fluye solo.
Una duda me surgió con la frase: "Curioso como después..." Quizá una tilde en ese cómo.
Ánimo porque se ve madera en tu estilo.
Nelo
www.neloescribe.blogspot.com
Publicar un comentario