La idea me la ha dado José Miguel Vilar (como tantas otras) y he decidido ofreceros esta columna que publiqué hace ahora un año, en sedice.com.
Durante mi reciente estancia en Londres, bajaba todos los días en busca de algún lugar donde tomarme un café decente – que no fuera un pozal de agua sucia, vamos- y madrugador que es uno, solía encontrarme en la calle allá a las seis o seis y media. Como gran capital que es, no resultaba demasiado complicado encontrar un local –normalmente un Starbucks- en el que solicitar un “espresso” sin correr el peligro de ahogarse en la taza.
Bien, pues en esas horas menudas en que el amanecer apenas rayaba la noche, me topaba con algunos elementos curiosos a los que el día difícilmente sorprendía alejados de sus refugios. El que me ocupa, era el hombre del paraguas. Un sin techo que se arrebujaba en la entrada de un gran banco envuelto en un saco de dormir, varias mantas y algún que otro cartón. Coronaba el montaje con un paraguas abierto que afloraba como una seta improbable, dándole algo de curiosa intimidad a su refugio. Al lado del paraguas, un gran vaso de cartón, el idóneo para el cafetito inglés, sin duda, se erguía medio lleno de monedas de escaso valor. En alguna ocasión eché alguno de los peniques que llevaba enredado en el bolsillo y, aun a pesar de su tintineo al caer, jamás obtuve respuesta alguna de quien se ocultaba tras el paraguas. Así ocurrió día tras día, hasta que una mañana me sorprendió encontrar la entrada bancaria desocupada, sin resto alguno que señalara la presencia de su inquilino, excepto uno: un montón de monedas esparcido por el suelo. Me pregunté qué le habría ocurrido al hombre del paraguas para que dejara atrás esos peniques. Las posibilidades enseguida se arremolinaron empujándose unas a otras y exhibiendo prendas más o menos fantásticas, de tintes grises u oscuros glotones de colores. Sí me chocó sobremanera, que a pesar de lo concurrido de la calle, esa noche en nuestro camino de vuelta al hotel, las monedas siguieran en su sitio, dispuestas como una ofrenda sobre el suelo. No las toqué, me parecieron un señuelo, una trampa para incautos. Y supongo que entonces, la historia tomó forma y tuve otro relato listo para el parto.
En otra ocasión, aun en Londres, nos empujábamos cordialmente con turistas y nativos arremolinados frente al Big Ben, esgrimiendo nuestros Excuse me y I am sorry con toda naturalidad, cuando por la acera de enfrente, totalmente ajenos a la marabunta que miraba hacia arriba aguardando las campanadas, circulaba una anciana empujando con lentitud esforzada, una silla de ruedas. En la silla se desmadejaba un anciano cubierto a conciencia con una manta a cuadros. Llevaba la cabeza vencida y los ojos cerrados, aunque no dormía, la tensión de una de las manos sobre el reposabrazos le delataba. Dejé el Big Ben de lado y como hipnotizado, no pude dejar de observar el lento, lentísimo deambular de la pareja. Temí que fueran a sufrir un contratiempo con la marea humana que les sobrepasaba con impaciencia o les evitaba azotándoles con sus afilados Excuse me. Sin embargo, sobrepasaron la muchedumbre acercándose a una esquina tras la cual los perdería de vista. Fue entonces cuando la anciana se detuvo y, ajena a algunas miradas de fastidio, rodeó la silla con pasos menudos. Cuando estuvo frente a ella, se inclinó lentamente, tomó la cabeza de él y la besó con ternura. Después se incorporó, echó un vistazo a los amenazantes nubarrones que gruñían de impaciencia líquida, y volviendo a su puesto, empujó la silla hasta desaparecer tras la esquina.
Me perdí las campanadas, el Gran Benjamín podía haberse caído a mis pies y no creo que me hubiera enterado.
Aun ando encajando las piezas de ese relato, aunque dudo honestamente que pueda llegar a escribirlo. Me falta talento para llevar al papel lo que presencié ese día.
La última de las imágenes que he incorporado a mi bloc mental, la presencié y reí en Valencia. Detenido en un semáforo, mientras berreaba We will rock you con QueeN haciéndome los coros –si Freddy pudiera, me corría a collejas- vi acercarse a una señora mayor al paso de cebra. La acompañaba un perro pequeño, algo pasado de peso aunque de aspecto vivaz. Cuando llegaron al cruce, la mujer tendió la mano hacia el animal y para mi asombro, el chucho se balanceó sobre sus patas traseras y posó una de las delanteras en la mano que le ofrecía su ama. De esta guisa cruzaron la señora y el perrito. El semáforo cambió ofreciéndonos la salida, pero ninguno de los que aguardábamos, hizo ademán de iniciar la marcha. La extraña pareja alcanzó la acera opuesta y se soltaron. El perrito volvió a ser chucho y correteó hacia un árbol. Entonces sonó un claxon impaciente y el tiempo echó de nuevo a correr.
La anotación sigue ahí, en mi bloc, junto a las demás. Todas aguardando su momento. Y lo tendrán, sólo es cuestión de tiempo.
11 comentarios:
La calle es un lugar fantástico para presenciar situaciones de la vida que nos agudiza la inspiración.
A veces nos sentamos a tomar un café en una terracita y delante nuestro pasa toda una vida.
Fantástico. No hay como ir con los sentidos bien abiertos para que no se escape esa visión, ese aroma, ese sonido o esa emoción puede dar vida a un relato.
Aunque las musas son escurridizas, a veces se esconden en el reverso de las cosas.
Un abrazo :)
A veces sólo hace falta sentarse en un banco y dejar la vida pasar para encontrar novelas. Londres... qué bien traído.
Sí, el escritor es un observador lo que haga luego con lo que recoge, es cosa suya.
Me he estado dando una vuelta por tu blog y me ha gustado lo que he leído, ya pasaré por aquí.
Saludos
No hace falta escribir un relato. Ya lo hiciste.
M Carmen Guzmán
Sabes ver, y eso te enriqueze mucho la vida. Además sabes transmitirlo, y eso enriquece la de los que te leemos. Gracias.
Estoy segura de que en el momento menos pensado te surguirá la historia o historias; de todos modos como dice M Carmen Guzmán, lo que hiciste ya puede ser disfrutado como relato.
Gracias, me gusta compartir con vosotros ¡Da gusto!
Cuando te detienes, las cosas suceden.
me encanta detenerme en cualquier esquina y ver lo que sucede, imaginando historia, la mayoría quedan truncas como las tuyas, y no se si tendrán un final, pero disfruto de esos momentos, como en la terminales de autobuses viendo despedirse o recibirse gente... me quedo colgada como en tu relato. cariños sabatinos.
Estoy con lo dicho más arriba: para escribir algo primero hay que "saber observar". Por supuesto, se puede hacer de otras formas, pero, al menos según mi humilde opinión, ésta es "la forma". Y este ejemplo de ello, más que instructivo.
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