miércoles, 30 de enero de 2008

Finalistas y Ganador


¡Ya está aquí el fallo del jurado! Pasen y vean, mejor dicho, lean. No se arrepentirán.





Relato Ganador del I Certamen Letras para Soñar:







"LA HACEDORA DE RUIDOS" de Carmen Frontera Quiroga de Madrid





LEMA: LO QUE MÁS INQUIETA ES EL RUIDO DE LOS SILENCIOS.

Da gusto oírle, se decía Teresita Ximenez, sacude los tacones con énfasis cuando está nervioso. Comienza a refunfuñar cuando siente el sonido del tenedor caer en la pila, eleva el tono con el choque de los platos enjabonados, después bailo las sillas y la mesa, para escuchar con más fuerza su voz. Me calzo los zapatos de tacón de aguja y entonces la que baila soy yo. En esos momentos, ya está demasiado nervioso, y es entonces cuando sacude sus tacones con énfasis y da gusto oírle.

Cuando Terexita Ximenez sale a su trabajo, tan arregladita, tan menudita, tan morenita, Raúl Fernández sale a su ventana y grita: “Ya se va, por fin, la Hacedora de Ruidos”.

Raúl ve como se aleja el monstruo que interrumpe su sueño, más temible que una pesadilla. Después se deja caer en el sofá y se va quedando dormido mientras recuerda como un zumbido aquel espantoso ruido a lata y choque de piezas de loza que parecían cobrar vida propia para terminar con el taconeo de aquella bruja que parecía esperar bailando el canto del gallo. Cuando llegaba la noche quería morir. Al dar las doce campanadas el reloj, se iba levantando aquel piar agónico de enseres caseros y repicar nervioso de tacones que no cedía hasta el amanecer.

Y al verla salir de casa tan arregladita, tan menudita, tan morenita, a Raúl Fernández se le disipaban todos los insultos como por arte de magia, le parecía que todo había sido fruto de su imaginación, todo lo más una pesadilla de sus sueños, y sólo acertaba a decirle: “Ya se va, por fin, la Hacedora de Ruidos”.

Todo había comenzado unos años antes, cuando Teresita Ximénez, así se presentó ella, llegó para vivir en el piso que había vacío encima de Raúl. Teresita era una muchacha morena, y tímida que saludaba en un hilo de voz cuando coincidía con él en el portal al tiempo que dejaba deslizar la barbilla hacia su hombro antes de depositar su mirada en el suelo. Después levantaba la vista con una sonrisa.

Al principio de conocerla a Raúl Fernández le gustaba coincidir con la bonita muchacha en el portal, con el tiempo, algo en su mirada y el repicar de sus tacones al alejarse, le comenzó a causar un cierto pavor y procuraba evitarla, al tiempo que una nube de utensilios domésticos comenzaba a mostrar síntomas de tormenta sobre su techo.

Da gusto oírle, se decía Teresita Ximenez, sacude los tacones con énfasis cuando está nervioso. No se como la gente soporta el silencio. El silencio es vacío, soledad. Bastante silencio tendremos cuando estemos muertos. Sin embargo, el ruido es vida, gente que ríe la alegría y llora el dolor, que escucha la radio y ve la televisión, que se excita y se sosiega. Si entro en casa y no escucho ningún ruido, ni el correr de un grifo, ni una cisterna averiada, ni el sonido de un brindis, ni la pelea de unos amantes, me doy por muerta. Pienso que ya he pasado a otra vida y me vuelvo loca intentando recordar en que momento fue, de qué manera. No consigo recordar. Entonces hago ruidos porque estoy viva.

Raúl vuelve a escuchar al monstruo más temible que una pesadilla que interrumpe su sueño. Llaves que se estrellan contra el suelo, persianas que se desprenden con brusquedad de sus cuerdas, voces del televisor que salen de las paredes, unos zapatos de tacón que quieren imitar a los de Ginger Rogers en ‘Shall We Dance’ siguiendo los pasos de Fred Astaire. “Ya está otra vez la Hacedora de Ruidos, y de vez en cuando se arrodilla, y toca en el suelo con los nudillos, o con lo que sea, - se dice Raúl - como para asegurarse de que está escuchando y feliz de escucharla. Blasfemo mil insultos, no la calumnio, le digo verdades como puños aunque sean irreverentes, ya no aguanto más sus provocaciones, sus desafíos. Me tiene fuera de mis casillas”.

“Da gusto oírle, se decía Teresita Ximenez, sacude los tacones con énfasis cuando está nervioso. Por fin toca alguien el timbre de mi puerta. No es nadie entrañable, es mi vecino de abajo”, se dice Teresita Ximenez. Abre la puerta y ve que tiene una cara espantosa. Teresita pone ojos de pánico y cierra con un portazo. “Antes de que me propine un golpe en la cabeza, piensa. ¡Qué lástima! Con la cantidad de gente divertida que hay por el mundo que pone música, que baila, que exprime naranjas con el automático, que chilla por el teléfono a su abuelita sorda, que pone el televisor en el salón para oírlo en la cocina, que usa el martillo para poner clavos, que enchufa la taladradora, gente normal, y a mi me tiene que tocar este mohíno que se cree que un pisito en la ciudad es como una parcelita en el Camposanto de una aldea sin pajaritos.

Raúl va a perder al monstruo que interrumpe su sueño más temible que una pesadilla. Está en el portal y la ve asomarse a la ventana. tan arregladita, tan menudita, tan morenita, a Raúl Fernández se le disipaban todos los insultos como por arte de magia, le parece que todo ha sido fruto de su imaginación, todo lo más una pesadilla de sus sueños, y sólo acierta a decir: “Ya me voy. Tu has ganado, maldita Hacedora de Ruidos”.

“Con el gusto que daba oírle, se decía Teresita Ximenez, sacudir los tacones con énfasis cuando se ponía nervioso. En un camión de mudanzas están cargando todo su inmobiliario. Precisamente el día que se había levantado normal y hacía sus ruiditos como todo el mundo. Con lo divertido que era el jueguecito ese de “yo te hago ruiditos a ti hasta que sacudas tus tacones con énfasis”. Te seguiré. Abandonaré a esta chica tan arregladita, tan menudita, tan morenita y volveré a habitar el piso encima del tuyo, aunque me tenga que albergar en un bohemio desaliñado. Cualquier cosa menos estar en silencio como el resto de los muertos.





Finalista: "Corazón de Galleta" de Miguel Martín Cruz de Madrid




La odiosa bruja había muerto. Su cuerpo colgado de la rama más alta del robledal así lo atestiguaba, al igual que su horrible rictus de boca retorcida y abierta, como si hubiera maldecido justo antes de morir. La princesa pensó un instante en su madre, ahorcada públicamente años atrás por adulterio, y atravesó felizmente el bosque hasta llegar al palacio. Se alegró de que su padre no estuviera en el castillo, y arrastró los pies hasta la cocina. Sobre la encimera había un pastel de aspecto delicioso, una trufa de piel de chocolate que crujió entre los finos dientes de la pequeña. Apartó las dos cerezas redondas como ojos que coronaban el pastel, haciéndolas rodar sobre la mesa. Sirope de fresa más espesa que la sangre corrió por su garganta, y engulló con placer el sublime corazón de galleta. La princesa limpió su boca con la mano y se preguntó quien habría hecho aquella delicia y donde se habría metido su padre. Dos cerezas redondas como ojos parecían mirarla desde la mesa.










Finalista: " La Partida" de Francisca Isabel López











Aquella noche el local estaba realmente lleno, con todas las mesas ocupadas.
Los jugadores se miraron de frente, a los ojos, fríamente concentrados en cualquier gesto de su contrincante por mínimo que éste fuera, mientras permanecían sentados a una mesa redonda y cubierta con un deslustrado tapete verde. Sobre ella, una pequeña fortuna en billetes y dos jarras de cerveza a medio terminar.
El más joven de los jugadores, un hombre delgado y rubio, acercó despacio la mano derecha a las cartas, que sostenía con la izquierda, hasta rozarlas con los dedos. El otro, un hombre más mayor, moreno y de rostro marcado por una cicatriz, siguió el movimiento como hipnotizado.
–¡Eres un cerdo!
Ambos jugadores desviaron su atención hacia un par de mesas más allá, donde una mujer parecía realmente muy enfadada con su acompañante, un joven vestido con un caro y sobrio traje gris y de mirada confusa, que en aquel momento decía algo en voz baja que no pudieron oír.
Pronto, ambos jugadores volvieron a centrarse en las cartas. El rubio terminó de elegir dos, de las cinco que tenía en la mano, y las depositó boca abajo sobre la mesa.
–Dos –dijo concisamente.
El tercer hombre que estaba sentado a la mesa, el crupier, extrajo dos cartas con aire aburrido del mazo y retiró las dos que el rubio había descartado. Éste las levantó despacio y las incorporó a las demás.
–¿Cómo puedes decirme algo como eso? –gritó de nuevo la mujer.
–Bueno, Amanda, ¡ya basta! –elevó a su vez el tono su acompañante que, perdida la paciencia, levantó la mano para dar un golpe sobre la mesa en la que se sentaban, como para dar más énfasis a su tono.
Dos pompas de jabón, habitantes de la frágil, suave y transparente tierra del Este, todo cabeza y manitas traslúcidas, pasaban en aquel momento por allí con tan mala fortuna que a una de ellas le cayó la mano del hombre encima y la explotó contra la mesa con un nefasto “plof”.
La otra pompa, un poco más pequeñita, abrió mucho sus grandes ojos cristalinos y exclamó con voz estridente y horrorizada:
–¡Has matado a Sou!
El jugador moreno soltó una carcajada ante la expresión un poco idiota que se reflejó un instante en el rostro del joven homicida y se centró de nuevo en la partida.
–Una –dijo depositando la carta de la que deseaba deshacerse sobre la mesa.
–¡Acabas de aplastar a mi novio! –gritó muy alto la pompa, con lágrimas en los ojos e intentando con sus manos blanditas rescatar algo de la otra pompa que había desparecido sobre la fría superficie de la mesa.
–¡Joder! – exclamó el joven bien vestido – La culpa es vuestra, ¿porqué no te largas a lloriquear a otra parte, eh?
La pompita lo contempló como petrificada durante unos segundos y luego salió sollozando del local flotando en el aire dando tumbos, sorteando a los clientes.
–¡Eres un insensible y un asesino! –gritó a su vez la mujer que acompañaba al joven a la vez que se levantaba de la mesa con brusquedad.
Era alta y esbelta. El largo pelo rubio oscuro le caía suelto por la espalda descubierta. Lucía un ceñido vestido negro con brillos en plata, escotado, corto. Atrajo las miradas de todos los hombres que se encontraban lo bastante cerca como para fijarse en aquel cuerpo lleno de curvas seductoras y rincones donde perderse.
A destiempo, el crupier extrajo una carta del mazo sin prestar mucha atención a lo que tenía entre manos, con la mirada atrapada por el escultural cuerpo de la mujer de negro.
El jugador moreno rescató la carta y la añadió a las demás aún con una sonrisa en la cara. Y de nuevo ambos jugadores se evaluaron con la mirada.
–¿Qué tal señores? ¿Una buena mano?
Ambos jugadores observaron a la mujer, que se había acercado y detenido cerca de la mesa. Ésta se inclinó un poco hacia el jugador moreno y le sonrió.
–¡Mierda, Amanda! ¡Deja de coquetear! –gritó su acompañante, que de pronto apareció a su lado y la agarró del brazo– ¡Y encima delante de mi! ¡Nos volvemos a casa ahora mismo!
–¡No me quiero ir! – renegó ella mientras él la arrastra hacia la salida del salón – Contigo no voy a ninguna parte. No me puedes…
Su voz se perdió cuando la puerta que daba a la calle se cerró a su espalda.
De nuevo los jugadores se centraron en el juego.
–No hay más apuestas –dijo el crupier con voz gangosa –Muestren sus cartas.
–Full –dijo el moreno sonriendo con satisfacción dejando ver tres reinas y dos nueves.
El rubio se limitó a mirarlo.
–Poker –dijo tan inexpresivo como había estado toda la partida, poniendo sus cartas sobre la mesa. Cuatro doses y un as.
La sonrisa del moreno se heló en su rostro y atravesó a su rival con una mirada de odio.
–Ha sido un placer –dijo el rubio al levantarse mientras recogía sus ganancias despacio y salía del local con parsimonia sin prestar atención al rostro hostil del otro jugador.
Acababa de doblar la primera esquina de aquellas calles solitarias y frías cuando dos personas se le unieron.
–¡Joder, tío, eres un maldito mago! –exclamó el joven del traje caro riéndose divertido– ¿Qué? Ni cuenta se ha dado el pringao de que has hecho trampa, ¿a que no? Y lo de la pompa… bueno me siento fatal pero ¡nos ha venido genial! ¿A que sí?
–En fin, el hombre estaba… distraído –respondió el rubio con una leve sonrisa mirando a la mujer.
–Hago lo que puedo –intervenido ésta con otra gran sonrisa en su cara– Y tú – añadió mirando a quien había fingido ser su acompañante– Eres un egoísta.
–Sí, bueno, lo que tú digas pero ¡qué buenos somos! Eh, ¿qué haces?
El joven rubio se había detenido. Allí, en un rincón, en un lugar apartado, la pompita lloraba aún su pérdida. El joven se aproximó muy despacio y se acuclilló a su lado.
–Deja de llorar, pequeña –dijo con voz suave– A ver, ¿lograste rescatar algo? – preguntó adelantando la mano.
La pompita lo observó tristona. Cada sollozo la estremecía de tal forma que toda ella temblaba casi a punto de explotar también. Y de pronto se adelantó y con sus manitas delicadas dejó en el dedo índice del joven lo que parecía ser sólo una gota de agua. Éste observó la gota un instante, concentrado, y luego se impregnó todo su dedo índice y pulgar con ella, los unió formando un círculo y sopló.
–Sou… –susurró la pompita asombrada mientras se acercaba a la pompa que acababa de surgir de entre los dedos del joven.
Ésta era igual de redondita y transparente que antes y mantenía sus dos manos sobre los ojos. Parecía algo mareada pero no había duda de que volvía a ser su Sou.
–¿Cómo has hecho eso? –preguntó la mujer tan impresionada como la pompa.
El joven rubio no respondió. Se levantó y siguió caminando. Su amigo le palmeó la espalda muy alegre.
– Joder, en serio que me sentía fatal. Lo dicho, tío. Pareces un puto mago.
Y se adelantó unos pasos, contento.
–No lo sabes tú bien –contestó el joven rubio pero, lo hizo en voz tan baja, que nadie lo escuchó.



Finalista: "Oscuro" de Gustavo Adolfo Ribes de Valencia








-¿Qué ha sido eso papi?-, preguntó entre temblores.
-Nada hijo, probablemente el viento. Trata de dormirte.-, le contestó mientras se esforzaba en arroparlo entre hojarasca y harapos. Pero sabía que eso era imposible.
-Papá, está muy oscuro y tengo miedo-, continuó el pequeño acompañando sus débiles palabras con algo que no se distinguía si eran sollozos o sus dientes traqueteando entre frío y pavor.
-Lo sé, hijo mío. Pero no puedo encender el fuego. Sabes que dejaríamos de estar seguros. No tengas miedo, voy a montar guardia. Trata de acostumbrarte a la oscuridad.-
Aquello no le reconfortaba ni lo más mínimo. Una sensación de frío, sin helar, le recorría todo el cuerpo, casi entumeciéndolo. Apenas podía sentir nada sino fuera por los movimientos agitados e inconscientes que se desataban en temblores. En posición fetal, completamente acurrucado y con las manos entre las rodillas sentía como las fuerzas le iban abandonando poco a poco, como si de la arena de un exánime reloj se tratara. Mientras las pisadas de su padre se alejaban, notó como la arena dejaba de gotear y, sin sentir mejoría alguna, por lo menos no parecía desfallecer. Intentó localizar en la oscuridad la dirección por la que se había alejado su padre, pero era como tratar de separar el agua del mar con las manos. O mejor dicho, el barro oscuro, negro, denso y agotador del océano implacable que le rodeaba. El miedo no le dejaba dormir y aunque no podía verse ni las manos, no se atrevía a cerrar los ojos. ¿O sí los tenía cerrados? Tampoco podía sentir los párpados.
No sabía bien si era el frío o su estado de confusión, pero un extraño entumecimiento le impedía sentir los movimientos de sus dedos mientras abría y cerraba las manos. No quería alejarse mucho del pequeño, sobretodo porque no podía ver absolutamente nada. Trataba de dominar el miedo para darle algo de seguridad al chico, pero lo cierto es que no sabía hacia donde estaba caminando. Apenas podía sentir los pies de modo que más bien iba a trompicones. Se preguntaba cómo era capaz de caminar sin apenas sentir sus músculos cuando decidió dar la vuelta y volver a por el niño. Dado que no se podía ver nada, lo mejor era no dejarlo sólo.
Aunque no pudiera ver dónde estaba, sentía un extraño vínculo, una sensación que le permitía darse cuenta cuándo su padre regresaba y por dónde. Sabía que esas pisadas eran las suyas y, aunque comenzaba a desfallecer por momentos y sentía que se debilitaba hasta el más absoluto vacío, sentía algo de alivio y notaba que el miedo retrocedía aunque solo fuera un pasito muy pequeño.
Y lo que más le extrañaba era esa sensación de debilidad mezclada con náusea que recorría su ser cuando se acercaba al chico. Apenas ya se podía mantener erguido cuando llegaba hasta él y con las pocas fuerzas que le quedaban, comprobaba que estaba arropado, le decía algunas palabras para tranquilizarlo y, con todo el dolor pero sin apenas esencia vital, daba la vuelta y se alejaba poco a poco.
Las fuerzas volvían muy lentamente y la náusea se desvanecía muy perezosa pero el miedo al sentir que su padre se alejaba, iba recuperando terreno.
Y la agonía era mayor cuando, sin saber por qué no sentía sus músculos, decidía volver hacía el chico, sin esperanza alguna de encontrar ningún camino, ninguna luz, únicamente debilidad, agonía.


-No se bien qué ha ocurrido, y me temo que no lo sabremos nunca.-, comentó con más tono de decepción que de pena.
-Evolucionaba favorablemente. El nuevo medicamento permitía tenerlo razonablemente bajo control y debilitado. Y al estar más flojo parecía más receptivo a la terapia.-, sus palabras se mezclaban en el aire junto con el humo del cigarrillo que acababa de encender.
-Mire, yo no estaré licenciada en psicología como usted, pero creo que debería de haber retirado las fotos de familia, sobretodo las que está con su hijo.-, le replicó ella. -A fin de cuentas un trastorno autodestructivo de personalidad múltiple en un parricida que mató a toda su familia, no es algo que se pueda tener bajo completo control.-
-Sí, creo que tienes razón.-, contestó él, -me dio la impresión de que esta nueva crisis se desencadenó al ver la foto en la que estoy con mi hijo de acampada.-, continuó mientras despedía a los enfermeros de la ambulancia y cerraba la puerta de la consulta.
-Me había costado mucho trabajo separar, detallar y definir claramente dos identidades de su personalidad múltiple, y estoy casi seguro de que existían más dentro de su cabeza. Estaba convencido de que habíamos progresado mucho.-
-Entonces doctor -, preguntó ella con una mezcla de curiosidad y miedo, -¿cree usted que no ha encontrado aún todas sus personalidades?-
-Bueno, lo cierto es…-, y paró un segundo para dar otra calada.
-Lo cierto es que un trastorno tan profundo como éste nunca se llega a definir del todo. Quiero decir, que es muy difícil que tengamos claro cuántas personalidades tenía el sujeto. Pero lo que sí parece, es que ninguna de las dos personalidades que he encontrado en el desbarajuste de su cabeza haya sido la causante de esos atroces crímenes. De modo que casi con toda seguridad, existe una identidad más.


Y mientras un escalofrío recorría la espalda de ella, los policías comentaban entre ellos cómo el paciente abría y cerraba las manos, como si las tuviera entumecidas. Lo cual les resultaba de lo más misterioso pues parecía completamente inconsciente. Tras el cuchicheo de los escoltas de la policía alejándose por el pasillo, el doctor le pidió a ella:
-Enciende la calefacción, hazme el favor.







Finalista: "Retumbo en el Entorno" de Mª Isabel Redondo de Burgos



Claristel despertó sobresaltada. Algo la había sacado de las nieblas del sueño; no obstante, le llevó unos segundos identificar qué era. Un temblor estremecía todo el Entorno. No se trataba de uno de los nada infrecuentes terremotos que sacudían aquella especie de gel azul donde habitaba; más bien podría definirse como un runrún apenas perceptible pero constante. La temperatura del Entorno había subido; lo percibía con claridad en cada una de las ocho puntas de su cuerpo estrellado. Esto hizo que su ritmo metabólico se acelerase y su color pasara del usual violeta a un naranja intenso. Sólo los lunares negros que moteaban su piel aquí y allá permanecían inalterados.
Tuvo sed de energía e inspiró hondo varias veces hasta saciarse de las partículas nutritivas que contenía en suspensión el gel. El oxígeno disuelto que absorbió junto con la comida la ayudó a digerirla.
Entonces, la curiosidad, como una nube de fuego punzante, se abrió paso desde su mismo centro.
Tenía que averiguar la causa de aquella alteración.

Aleteando vigorosamente con todas sus puntas, comenzó a nadar hacia la fuente de la perturbación. Le llevó varias horas llegar hasta el sector Taemán, la región comprendida entre la Corriente Sectorial Principal y la Marea Cálida Sur-Aurora. Allí la vibración retumbaba más fuerte hasta volverse casi dolorosa. Los cilios sensibles que tapizaban su piel sufrían al contacto con la frecuencia de aquella onda y le pedían a gritos que abandonara el lugar. Pero tenía que averiguar lo que estaba pasando. Era una vigilante. Tenía la responsabilidad de velar por su pueblo.
Guía mi rumbo, ser y emociones para llevar a término mi tarea, pues tú eres la luz que alumbra en mi interior y hacia la cual se estiran y tienden todas mis puntas, rezó sin palabras a la divinidad. Después aminoró la marcha y avanzó con cautela.

Una luz vivísima inundaba toda la región. Por un instante, su circulación se detuvo y su cuerpo pasó al intenso azul del miedo. Los lunares se le volvieron amarillos brillantes en señal de peligro. Inspiró hondo, llenándose de gel casi hasta reventar y, comprimiéndose con todas sus fuerzas, lanzó el chorro hacia adelante por su único orificio corporal, con lo que salió impulsada a toda velocidad hacia atrás, huyendo a la desesperada ante aquella visión desconocida y terrible,
No bien se sintió a salvo, se obligó a sí misma a controlar el ritmo de la respiración y la circulación sanguínea.
Uno, dos, tres, inspirar. Uno, dos, tres, retener. Uno, dos, tres, soltar. Uno, vuelta a empezar.
Soy una vigilante, ¡por todas las mareas! ¿Qué me pasa? Se supone que estoy preparada para afrontar este tipo de situaciones, ¿o no?
¡Qué vergüenza, si la viera su padre!
Cautela, se ordenó a sí misma. Poco a poco, a medida que iba relajándose, su cuerpo pasó del azul al violeta rosado.
Cautela. Avanza. Vamos.
Es tu deber.

Allí estaba otra vez la luz, una luz hiriente, cien veces más intensa que cualquier luz conocida o soñada. La vibración sonora se clavaba en su psiquis amenazando con partirla en dos.


Aíslate de esa onda, Claristel. ¡Ya!

Así estaba mejor, con toda su conciencia concentrada en las sensaciones visuales, cinestésicas y táctiles; atenta su mente a aprhender cuanto pudiera descubrir. Cuando su percepción logró al fin adaptarse a la brillante luz, distinguió una gran estructura metálica, de la cual parecía proceder el retumbo, y, al pie de la misma, a unas extrañas criaturas que horadaban el fondo con unos apéndices que, sin más datos, no supo si calificar de herramientas o de prolongaciones de su cuerpo esbelto. Eran seres de aspecto blando con simetría axial, dotados de cinco puntas: cuatro alargadas, simétricas dos a dos, y una redonda.
Extremando aún más las precauciones, se acercó muy despacio a uno de aquellos seres. La preocupación y la desesperanza que irradiaba golpearon su psiquis como la onda de choque de una explosión. Le preocupaba su familia, a la que había dejado muy lejos, lo cual era perfectamente comprensible. También estaba inquieto por la opinión que sobre él tendrían sus líderes. Pero, por encima de todo —y esto sí que a Claristel le resultaba sorprendente— pensaba en la mezcla de hidrocarburos y el oro del subsuelo.
Así pues, se hallaba ante una criatura capaz de comunicarse por medios químicos.
¿Qué mensaje trataba de enviarle?
La química de los hidrocarburos era compleja y podía dar lugar a indeseables malentendidos. El oro, en cambio, era un metal muy simple.
Integridad. Nobleza. Soy lo que ves, no tengo segundas intenciones, parecía decir.
Siguiendo el protocolo, trató de establecer contacto con el extraño ser.
Necesitaba algo que simbolizara la fuerza de la amistad. Un hermoso triple enlace carbono-nitrógeno sería perfecto. Y un radical libre para mostrar su avidez por el encuentro.
En unos minutos su cuerpo sintetizó el compuesto deseado. Claristel se aproximó lentamente al ser desconocido para no asustarlo y, no bien se encontró frente a él, proyectó hacia su punta asimétrica aquel chorro de amabilidad y buena disposición.
Las convulsiones no se hicieron esperar. Poco después, aquel desdichado moría por falta de oxígeno.

James R. Adams, perforador de primera clase, ha sido la primera víctima mortal de la explotación minera Golden Blue, conocida como El Entorno. Falleció el pasado veinte de noviembre al ser atacado por una criatura parecida a una estrella de mar, si bien de mayor tamaño que ésta y extremadamente letal, de cuya existencia en el planeta no teníamos conocimiento hasta ahora. El diagnóstico no deja lugar a dudas: muerte por intoxicación cianhídrica. Como de costumbre, la Compañía se hará cargo del traslado a la Tierra de los restos mortales, corriendo asimismo con los gastos del funeral. Ya le ha sido comunicada a la familia la triste noticia y se han tomado las medidas oportunas a fin de que reciba a la mayor brevedad posible la correspondiente indemnización.
El caso de estas estrellas alienígenas ha sido remitido a nuestro Departamento de Investigación.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

no tenia q ser un relato fantastico terror o ciencia ficcion??. Despues de leer el relato ganador no lo ubico en ninguno, ademas de que no se entienden las frasese ni la narracion y es repetitivo. Mi humilde opinion. saludos.

Anónimo dijo...

ENHORABUENA, a todos/as!!!
Lastima que no pueda haber 10 primeros puestos porque han sido fantasticos todos los relatos.
Ya tengo ganas de la siguiente edicion del certamen.
Saludos a todos/as.

Anónimo dijo...

Justo ganador, es realmente bueno. Es orignial, engancha y tiene un ritmo que funciona. Mucho mejor que el resto de los finalistas.

Un saludo

J.E. Alamo dijo...

En respuesta a lo comentado por anónimo, sólo puedo decir que se lea el relato con tranquilidad y podrá ubicarlo dentro del género de lo fantástico o incluso de terror. Por lo demás, al parecer no le ha gustado el relato y eso es algo perfectamente respetable.