martes, 4 de marzo de 2008

El Tombo de Carmen Frontera Quiroga


Carmen Frontera nos honra remitiéndonos un relato fantástico que eriza la piel. Con un ritmo musical en su escritura, atrapa al lector que no tiene más remedio que dejarse arrastrar hacia donde ella nos quiera llevar.
Carmen fue la reciente ganadora del I Certamen de Letras para Soñar con su relato La Hacedora de Ruidos. Este relato también está publicado en Letras para Soñar.



EL TOMBO
CARMEN FRONTERA QUIROGA



Al despertar el día se suaviza el sonido del viento y se oye un gorgojeo de pájaros. De pronto, el rumor del viento se apaga y los pájaros callan porque llega al pueblo una algarabía de gente que llora. Todos pasan ante mi puerta y el último es un mocetón con vaqueros y jersey de cuello alto que ha sustituido a papá y carga su pala al hombro con el mismo porte con que lo hacía papá.
Oí que llamaban Benito al mocetón. Estoy segura que ha venido en mi busca y se va a quedar aquí, conmigo. Papá siempre dice que un hombre pasará ante mí y un día vendrá a buscarme para quedarse siempre a mi lado.
Hacia unos días pasaron cuatro hombres bajo mi ventana. Caminaban raudos y hablaban en voz baja. A través de los cristales rotos y sucios pude entender que en el pueblo se volvería a habilitar el cementerio.
Cuando doblan las campanas el mocetón salta entre los tallos silvestres y retira con su pala rastrojos que recogerá más tarde, cuando la gente se haya ido, cuando los pájaros salgan de su susto, cuando se quede sólo. Pero antes tiene que cesar el repique de campanas y hacerse el silencio sepulcral en el que tan sólo se oye el ritmo de la pala de Benito hincándose en la tierra negra y mostrándosela a la vida, hincándose en la tierra negra y devolviéndola a sus profundidades.
Al pasar delante de la puerta, el mocetón siempre mira hacia mi ventana de cristales rotos. Intuye un secreto y lo intenta desvelar. Yo se lo contaré algún día. Aún es pronto.
Benito nunca hubiese venido a trabajar a este pueblo si no fuera porque su destino era encontrarme a mí. Aquí poca gente se quedó a vivir. La señora Cele con su moño blanco en la nuca y su delantal a pequeños cuadros blancos y negros que decía que ella sembraba flores como lo habían hecho su madre, su abuela y su bisabuela, el señor Humberto con su pipa en la mano y el cincel siempre disponible en su mandil de cuero que trabajaba el mármol como lo había hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo, y papá, que manejaba la pala como lo había hecho su padre y como ahora lo hace el mocetón de pantalón vaquero y jersey de cuello alto.
Benito llega por la mañana, tras el primer cortejo y marcha casi a la noche, más tarde que el último cortejo. Durante todo el día hinca la pala en la tierra negra al silencio de los pájaros, al lamento de alguna persona, con la severidad implacable de papá. Cada vez mira con más intriga hacia mi ventana sellada con nidos de moscas y telas de araña. Ya queda menos para que Benito conozca la verdad. Sabe que yo escucho el sonido de su pala, que estoy pendiente de cada uno de sus movimientos, que está cercano nuestro encuentro.
Mamá ya no se esconde en casa, la señora Cele con su moño blanco en la nuca y su delantal a pequeños cuadros blancos y negros, ya no siembra flores, debe de permanecer en la cama desde aquel día, y el señor Humberto con su pipa en la mano y el cincel siempre disponible en su mandil de cuero ya no vende mármol debe de estar tendido a los pies de un ángel sin terminar. Al anochecer, el viento me trae un ramo de flores inodoras que enganchan su tronco de alambre a los marcos astillados de mi ventana.
Hoy es el día. El viento no ha cesado de soplar desde la noche anterior, resopla, ruge. Levanta una turba de tierra, hojas y pájaros descarriados que eleva al cielo.
Los de la primera comitiva han huido despavoridos, los de las siguientes comitivas no han llegado a entrar en el pueblo, se han vuelto a sus lugares de origen al sentir el estruendo y divisar el ciclón del viento. Tan sólo quedó el mocetón que severo extrajo tres paletadas de tierra negra antes de comenzar a caminar ligero, rápido, vertiginoso hasta mi puerta y entrar jadeante en mi casa.
Hoy es el día. Vuelve a ser un día como aquel en que la señora Cele atusándose su moño blanco sobre la nuca y enrollando sus manos con el delantal a pequeños cuadros blancos y negros, dijo que se iría a la cama porque el aire era helado como el aliento de los muertos que no descansan; y el señor Humberto aspirando su pipa y extrayendo el cincel del bolsillo de su mandil de cuero, dijo que correría a su taller porque el mármol era fuego cuando las almas pasean; y mamá corrió con una manta a cubrir a papá, la pala se quedó hundida en la arena.
Al igual que entonces, el ritmo frío y seco con que trabajaban papá o Benito ha sido sustituido por un sonido irregular y desordenado, glacial y crudo. Después, como aquel día, el hielo ha comenzado a resbalar a través del techo y a filtrarse por las grietas de las paredes, y la escarcha endurecida ha tapiado las ventanas de cristales rotos.
Benito ha empezado a descubrir mi imagen. Le cubro con una manta y le abrazo. Le explico que no hay nada que temer. Somos afortunados. Estamos juntos papá y mamá, él y yo.
Se ha vuelto a escuchar un ininterrumpido gorgojeo de pájaros que quieren vivir en paz. Volverán a pasar siglos antes de que otros seres humanos pisen este lugar. En “El Tombo” no nos gustan los vivos.
FIN


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