domingo, 2 de marzo de 2008

Secuencia. Aparecido en alfa eridiani


Secuencia es un relato que tiene algo de especial ya que fue uno de los primeros relatos que escribí. Ve ahora la luz en el número 9 de la segunda época de alfa eridiani, publicación que ya tuvo la gentileza de publicar en el número 2 también de la segunda época, otros de mis primero escritos: El Legado.
Aprovecho para recomendaros la lectura de alfa eridiani, cuyos contenidos no tienen desperdicio para el aficionado al género:



En Secuencia trato uno de los temas que me apasiona: El Tiempo. Espero que os guste.


SECUENCIA
por J.E. Álamo





Hay personas exageradamente metódicas a las que no les gusta salirse de la rutina diaria, ni aún en las situaciones más extravagantes. Esto a veces puede ser el mejor arma contra el enemigo, y es que en la guerra vale todo. ¿Qué no se lo creen? Pues lean esta estupenda ficción de J. E. Álamo.
Dedico estas líneas a quienes más me han ayudado en mis inicios como escritor: Domingo Santos, Juan José Aroz de Espiral y Raúl Gonzálvez de grupo AJEC. Y como no, mi esposa Silvia y mi hija Sarah.


Abrí el bar como todas las mañanas a las siete y media en punto, cuando los primeros parroquianos asomaban desde la calle, en busca del primer café que les llevaría al trabajo o de la primera copa en el trayecto hacia otros bares, que hay de todo: unos madrugan para trabajar y otros para calmar el demonio que les consume. No acostumbro a juzgar a nadie –si acaso darle un toque al que se está pasando porque no quiero borrachos en el local–, pero aparte de eso creo que cada uno se apañe con su conciencia.
La verdad es que no me puedo quejar de mi clientela, son gentes sencillas y me va bien con ellos: el café, el almuerzo, unas cuantas comidas y para acabar, los cubatas después del trabajo. Lo bastante para vivir, sin alardes, pero con holgura. Además, me gusta, no lo cambiaría por otro aunque me prometiesen el doble de ingresos.
Os cuento todo esto por lo que ha ocurrido. Lo normal es que me juzguéis, así que supongo que cuantos más datos tengáis, mejor.
Repito que abrí el bar como cualquier otra mañana y enseguida entraron los primeros cinco o seis habituales con sus buenos días, unos más escuetos con el sueño aun pegado a las legañas, y otros más alertas, los que estaban levantados desde antes que asomara el sol. Cafés, carajillos y alguna copa de coñac o anís.
Tengo mis costumbres; algunos las llamarían manías, como mi mujer, pero, y eso es lo bueno, en el bar mando yo. El café se sirve en taza pequeña, nunca en vaso; el carajillo en vaso, y los licores en copas. Si alguien lo quiere de otra manera, se va a otro bar. Con cada consumición doy un cenicero, salvo que sea un no fumador, y si encuentro ceniza fuera del cenicero, el individuo no será bienvenido a la siguiente. Mis habituales lo saben, eso y más cosas: no se cambian las sillas de mesa, no se mea sin levantar la tapa (reviso el váter cuando entra alguien nuevo y si está mojada…), no se juega con los palillos ni con las servilletas...
No las llamo manías sino normas de convivencia y sólo obligo a cumplirlas a los que vienen al local. Mi mujer me tiene por maniático, supongo que por eso se ha buscado un amante. Cree que no lo sé, pero claro que lo sé. He tomado medidas. Lo sabréis más adelante.
Charlaba con dos de mis clientes más afines cuando entró el tipo éste. Vestía un traje con el que parecía haber dormido una semana y las ojeras subrayaban unos ojos enrojecidos. No era harapiento, por lo menos no uno de largo trayecto. A pesar de las arrugas, se notaba de buena calidad, igual que el calzado aunque desgastados y con los tacones inclinados por el paso irregular de su dueño. Con todo, iba bien afeitado y olía a limpio; tal vez venía de algún hogar de acogida donde pasaba la noche y había aprovechado para asearse antes de salir.
Los nuevos siempre llaman la atención y si tienen el aspecto del recién llegado, más todavía. Se hizo un silencio espeso roto sólo por el impertinente tintineo de la tragaperras y se enarcó más de una ceja, pero nadie comentó nada. El individuo no se dio cuenta de la curiosidad que despertaba –o le importaba muy poco– porque sin preámbulos ni saludos, se abalanzó sobre la barra.
—Una copa, Andrés. Lo de siempre. —Que supiera mi nombre tenía su explicación: El Bar de Andrés lucía encima de la entrada, pero «lo de siempre» me sorprendió.
—¿Lo de siempre? Lo siento, pero no sé qué es «lo de siempre», quizás se ha confundido de bar —observé; ¿estaría borracho? No era muy común a esas horas, aunque tampoco hubiera sido el primero. Me miró a los ojos, los suyos eran oscuros e inquietos, pero no parecían los de un beodo y tampoco olía a alcohol. Me sonrió con desgana.
—¿Volvemos a empezar? —Asintió con la cabeza para sí mismo—. De acuerdo, quiero una copa de güisqui, ya sé que no tienes Cardhu, así que coge la botella de Chivas que tienes bajo la barra.
—No tengo Cardhu, tengo Chivas y la copa no es barata... —lo dije a pesar de que él lo sabía.
—Vale, Andrés, pagaré los tres euros que me vas a cobrar, ¿de acuerdo?
—La copa cuesta tres euros.
Estuve en un tris de pedirle que se marchara, pero tampoco podía echar a alguien porque supiera cosas sobre el bar que sólo conocían los habituales. Fue entonces cuando se me ocurrió que tal vez había visto al tipo un montón de veces, pero nunca con ese aspecto, que por eso no le reconocía, y porque no era de los que venían todos los días. ¿Era un dominguero? Los domingueros sólo vienen a tomar el aperitivo, por lo general con la familia, y hacen una buena consumición, aunque los críos me ponen nervioso, no paran de corretear, chillar y enredarlo todo. Eso era, un dominguero con problemas. Habría tomado un güisqui algún otro día y sabía dónde guardaba el bueno. Me felicité, sintiéndome hasta cierto punto aliviado, porque el individuo me había puesto nervioso. Tampoco es para tanto, pensé, sírvele el güisqui y termínala.
—Aquí tienes.
Miró la copa y luego a mí, sin tocarla.
—Andrés, sabes bien que no tomo el güisqui en copa.
—Perdona, en vaso largo con dos hielos. —Lo dije sin pensar y cerré la boca; busqué a mi alrededor al otro que había hablado. Mi norma para licores en copa tenía una excepción, el buen güisqui se podía tomar en vaso largo, pero ¿cómo demonios recordaba las costumbres de un tipo que apenas me era familiar?
—¿Ves? Te acuerdas —empujó la copa con un dedo—. Sé bueno y sírveme como me gusta.
Cogí la copa en silencio y vertí su contenido en un vaso largo con dos cubitos de hielo.
Lo has recordado de golpe, eso es todo, me repetía.
Ya, por eso estás nervioso y con ganas de salir disparado ¿verdad? Ése era mi otro yo: el Incordiante, el que disfruta haciendo añicos mis excusas.
Apuró el vaso en menos de lo que se tarda en contarlo y lo dejó encima de la barra con un golpe seco.
—Ponme otro. —Acompañó la frase con un billete de cincuenta—. Sabes cómo, no hace falta que te lo diga, pero puedes no hacerlo.
Lo sabía. ¡Que me aspen, lo sabía! El individuo nunca usaba el mismo vaso. Cogí el primero y lo puse en el fregadero, a continuación tomé un vaso limpio. Me incliné hacia él.
—Aquí está y creo que es suficiente para empezar el día...
—Sí, sí ya sé. Está bien para empezar el día. —Tenía los ojos enrojecidos, más por agotamiento que por el alcohol—. No vengas con lo mismo, Andrés, me aburres. —Volvió a apurar el vaso con la misma celeridad que el primero—. Ya estamos solos, ¿no crees que podrías hacer un pequeño esfuerzo?
—Sí, sí ya sé. Está bien para empezar el día. —Tenía los ojos enrojecidos, más por agotamiento que por el alcohol—. No vengas con lo mismo, Andrés, me aburres. —Volvió a apurar el vaso con la misma celeridad que el primero—. Ya estamos solos, ¿no crees que podrías hacer un pequeño esfuerzo?
Levanté la vista; en efecto, todos se habían marchado. Entonces el Incordiante hizo sonar las alarmas. Aquí pasa algo Andrés, se han ido todos y no sólo lo han hecho sin despedirse, ni siquiera han pagado. No pensaba en el dinero, es que resultaba de lo más extraño; conocía a esa gente desde hacía años y jamás se habían marchado sin pagar, mucho menos sin despedirse.
—Vale, tío —le espeté, con un tono más duro del que era capaz—. Si esto es una broma...
—...no tiene gracia —acabó la frase por mí—. No es ninguna broma, Andrés, no tienes idea de todo lo que ocurre. Nadie se ha marchado sin pagar y sin despedirse como siempre. Ahora hemos entrado otra vez en la secuencia periódica. Has cumplido como un imbécil y aquí volvimos a quedar atrapados. Tú y yo. —Golpeó la barra con el vaso—. Ponme otro. Yo me puedo marchar ni tú tampoco.
Rodeé la barra para asomarme por la puerta. Estaba seguro de encontrármelos a todos afuera, partiéndose de risa; la idea sería de Dionisio, siempre con sus bromitas; esta vez se había pasado.
No pude abrirla, parecía que la hubiesen soldado. Empecé a cabrearme.
—Mira, como broma ha estado bien. Me río, ¡ja, ja, ja! Ahora, más vale que llames a los demás y les digas que desbloqueen la puerta o aquí va a pasar algo gordo.
—No seas estúpido, Andrés, ahora vas a volver a la barra me servirás otro güisqui que yo me tomaré, aunque malditas las ganas que tengo, luego intentarás usar el teléfono.
Joder, pensé, un chiflado. No había leído el periódico ese día aun, pero seguro que el individuo aparecía en primera plana; por eso se habían pirado todos sin decir nada. Sería un loco peligroso de ésos que han cometido un crimen espantoso y luego se van a celebrarlo como si tal cosa. Decidí seguirle la corriente, le serviría el maldito güisqui y desde luego que iba a usar el teléfono.
Me metí tras la barra, procurando mantener la mayor distancia entre los dos; él me miraba de reojo con una media sonrisa.
A estas horas, mis parroquianos debían de haber avisado a la policía.
¿Seguro?, susurró el Incordiante. Lo ignoré. De todas formas, no estaría de más aprovechar lo que el sujeto me había vaticinado.
—Ahora es cuando cojo el teléfono ¿no? —dije en voz alta y firme. Me acerqué al auricular muy despacio, no quería que de pronto saltara sobre mí—. Eso has dicho, ¿verdad? Se supone que ahora hago una llamada.
—No, Andrés, no vas a hacer una llamada. —El tono era cansado y no me miraba. Me detuve; en el fregadero tenía el cuchillo de cortar los limones; siempre y cuando él no tuviese una pistola, me podría defender hasta que llegase la policía... no podía tardar mucho. Seguía convencido de que mis clientes no podían haberme dejado en la estacada.
—No vas a hacer la llamada porque es imposible comunicar con nadie, pero adelante —me invitó con un gesto de la mano—, inténtalo.
No tuvo que repetirlo dos veces; cogí el auricular y me lo puse en la oreja. Nada. No había tono. Joder, me dije, este cabrón ha cortado la línea antes de entrar.
Andrés, estás jodido, me dijo mi querido Incordiante. A ver cómo sales de ésta, chico listo.
Estamos los dos metidos en la mierda, susurré en respuesta, así que menos cachondeo.
Miré al otro, la sonrisa seguía en su rostro.
—Inténtalo ahora con el móvil. Cortar la línea del teléfono, puede ser, pero con el móvil no me puedo meter.
Claro, pensé, el móvil. Me detuve, hay aparatos que distorsionan la señal de un móvil, me lo había contado Miguel, mi cuñado; los usan en los aviones. No iba a caer en la trampa.
—Bueno, ya sé que no lo vas a intentar, así que ponme otro güisqui. De hecho, deja la botella en la barra, tengo que tomarme diez, así que cuanto antes mejor. Por cierto, ahora es cuando piensas que me vendrían bien unas olivas y no te equivocas. —Cerró los ojos—. Pero no las quiero, ¿vale? No pongas las olivas.
Las serví despacio, sin quitarle ojo; ocurría algo muy extraño, había tratado de encender el televisor con el mando a distancia y nada. Lo mismo con la radio. Al mirar a través de la ventana sólo distinguí una bruma lechosa en la que discurrían lentas sombras distorsionadas que parecían ir a cámara lenta. Le acerqué las olivas; eran las rellenas con anchoa, de una buena marca, no sirvo porquerías en el bar.
El hombre parecía a punto de echarse a llorar, pero devoró las olivas como si no hubiera comido en varios días... y se tragó el güisqui de una vez; comenzaba a cabecear, medio borracho. Estuve a punto de retirar la botella pero el Incordiante me detuvo: no seas imbécil, si se emborracha será más fácil de manejar, así que la dejé y me puse a fregar los vasos, no soporto verlos sucios.
—¡Qué jodido eres! —exclamó con voz pastosa—. No cambias la rutina así te ahorquen.
No le contesté, no sabía qué decir, y seguí con los vasos; me aferraba a ellos porque me sentía asustado. ¿Qué demonios ocurría?
—¿No te acuerdas de mí, entonces? Vamos, haz un esfuerzo, siempre quedan restos. Tengo la impresión de que el subconsciente es capaz de escapar al tiempo.
Lo miré de arriba abajo mientras me ponía a barrer; lo cierto es que me resultaba algo familiar... ahora. Bueno, había llegado a la conclusión de que era un dominguero, ¿o no? No, no era uno de ésos, era otra cosa, y además a mí no me gustaba, no me gustaba para nada.
El pensamiento me golpeó como un mazo. Hasta ese instante sólo me ponía nervioso, pero de pronto tuve ganas de darle una buena paliza y sacarlo a la calle de una patada en el trasero.
—Ya vas recordando, ¿eh?, lo veo en tus ojos. Ahora me preguntarás de qué va esto, pero no lo hagas ¿de acuerdo? Te lo contaré de todos modos, no hace falta que me preguntes. —Casi suplicaba. Me encogí de hombros.
—¿De qué va esto? —Estuve a punto de llevarme la mano a la boca. ¿Por qué demonios lo había hecho?
Se pasó la mano por el pelo en un gesto resignado.
—Joder, Andrés, ¿tanto te cuesta? —Suspiró, alargó una mano. Le entregué el vaso con dos hielos, sorprendido; lo había preparado sin darme cuenta—. Nos va mucho en el envite, Andrés, a los dos. Si no eres capaz de interrumpir la secuencia, y sólo tú puedes hacerlo, esto jamás acabará.
Tampoco le contesté en esa ocasión, era incapaz de pronunciar palabra alguna. Me puse a limpiar la cafetera, lo hacía siempre después de servir los primeros cafés de la mañana; si dejaba que las manchas de café se secasen, luego era mucho más difícil. Empezó a reírse, sin rastro de humor en la carcajada hueca y con acento desesperado.
—Vamos allá —apuró el vaso—. Van siete, no queda mucho. —Le pasé un nuevo vaso, con gesto mecánico, y cogí el sucio para fregarlo.
—¡Maldito seas! —Se abalanzó sobre mí; pensé que saltaría la barra pero rebotó. No puedo explicarlo de otra manera, no fue exactamente un rebote; en un momento saltaba sobre mí como una fiera, al siguiente se encontraba sentado sobre el taburete, sin aliento. Cogí el cuchillo de los limones.
—Deja el cuchillo, maldita sea. No puedo tocarte, no puedo hacer nada que no haya hecho antes. ¿No lo comprendes? Sólo tú puedes romper la secuencia.
Me guardé el cuchillo en el bolsillo del delantal. ¡Menudo chiflado! Empecé a colocar los platos de café con sus sobres de azúcar sobre la barra, como siempre. Metido en la situación más rara de mi vida, seguía haciendo las cosas de costumbre.
—De acuerdo, lo siento ¿vale? No debería haberlo hecho. —Apuró el vaso. Llevaba ocho; si era cierto lo que había dicho, le quedaban dos. Le serví el noveno; que acabase cuanto antes y se largara.
—Gracias. El noveno y cargo un buen pedal. Ahora es cuando te lo cuento todo. Por cierto, ¿por qué no me pones otro platito de olivas?
Me crucé de brazos y me apoyé sobre la barra a una distancia prudencial.
—No hay olivas, claro —suspiró—. No sé cuánto hace que empezó, perdí la cuenta, aunque de cierta manera para ti fue en el momento cuando entré por la puerta. He venido a hablar contigo sobre Maite.
Di un respingo; Maite es mi mujer, si ese individuo le había hecho algo...
—Maite está bien, no te preocupes...
—Si le has hecho algo a mi mujer... —le espeté, como si no hubiera hablado.
—...me matarás.
—...te mataré. —No me gustaba su manera de anticiparse a lo que iba a decir.
—Tu mujer y yo somos amantes.
No me sorprendió, lo sabía. No me refiero a que supiera que ella tenía un amante, lo sospechaba hacía tiempo; quiero decir que en el momento en que pronunció las palabras supe que era cierto, que ese bebedor de güisqui se ocupaba de ella mientras yo trabajaba en el bar.
Yo quiero a mi mujer, la quiero de verdad, sé que no le dedico el tiempo que debiera y había aceptado de una manera inconsciente el hecho de que tuviera un amante; sin embargo no lo había asimilado hasta que él lo dijo en voz alta. Sentí que lo odiaba con todas mis fuerzas.
—¿Por qué me...?
—¿Por qué te lo cuento? Porque no tengo más opciones que hacerlo. Venía a conocerte, a contarte lo mío con ella; a ella le faltó valor.
Yo tenía la mano en el bolsillo, acariciaba el mango del cuchillo.
—Quiere el divorcio, nos queremos de verdad, no es una simple aventura, pero ha ocurrido algo.
Paladeaba la idea de rebanarle el cuello para que se callase.
—¿Qué sabes de los números periódicos?
Me dejó boquiabierto. ¿A qué demonios venía el cuento ahora?
—¿De qué te estoy hablando?
—¿De qué me estás hablando? —Limpié una mancha de café de la barra.
—Te hablo de unos números que son el resultado de una división y cuyo resultado nunca es exacto; entonces se repite la misma secuencia hasta el infinito. No soy matemático, pero es así, más o menos.
Bebió el noveno vaso y esperó a que le pusiera uno limpio. No pensaba hacerlo.
—El décimo y último, el que me sirves en el vaso usado.
—Oye, ¿por qué no te largas? Estás chiflado ¿sabes? No me creo que andes con Maite...
—Tiene una mancha con forma de luna creciente en la ingle. La llama su luna mora. —Lo soltó de sopetón y noté que se esforzaba por cerrar la boca y no decir nada.
Lo de la luna mora era cierto, sólo si la ves desnuda.
—Volvamos a los números, Andrés. Si divides uno en tres, el resultado es un número periódico, 0,3333333333 y así hasta el infinito.
Asentí sin pensar. ¡Dios como odiaba al tipo!
—Ahora si le añades o restas una unidad al divisor, consigues un resultado redondo. Pongamos un uno por ejemplo: súmale uno al divisor y tendremos uno en cuatro igual a cero coma veinticinco. Réstale uno al divisor, y será uno en dos igual a cero coma cinco. ¿Lo entiendes? Consigues un resultado exacto. ¿Me sigues?
Volví a asentir; no era difícil de entender aunque no sabía a dónde quería llegar.
—Bien, pues el tiempo es un valor numérico, un número al que llamaremos Uno y es el dividendo universal. ¿Cuál es el divisor? El movimiento. Cada uno de nuestros actos actúa como divisor del tiempo. Así cobra sentido, que en realidad no es que más que una carretera a la que los viajeros damos sentido. En muchas ocasiones provocamos la aparición de un continuo temporal periódico, es decir un bucle que no tiene fin. —Me miró, las cejas levantadas—. ¿Ahora puedes recordarlo?
No podía asegurar que lo recordara; era otra la sensación, era más bien destapar vivencias.
—Sigue, no sé de qué vas, pero sigue.
Apenas le quedaba un culo de líquido en el vaso. Jugueteaba con él sin apurarlo.
—Hasta donde puedo entender, la aparición de los bucles no es un hecho raro, y cuando ocurre, la secuencia temporal se repite sólo hasta que se añade esa cantidad al divisor que produce un resultado redondo. Entonces la secuencia se cierra y el tiempo regresa a su estado inicial, y espera la siguiente acción. Lo que siempre modifica el tiempo es el movimiento, porque el tiempo es invariable, aunque muchos creen lo contrario. He pensado mucho en todo eso, aun así hay cosas que me vienen a la cabeza como si... —se detuvo y se pasó la mano por la boca—. No sé explicarlo, pero eso es lo que hay.
Parecía recitar un parlamento repetido hasta la saciedad.
—Cuando entré aquí la primera vez, tú iniciaste un continuo periódico, un bucle, y quedé atrapado contigo. En circunstancias normales, sólo habría que añadir esa mínima cantidad para romper la secuencia. El problema es que eres tan metódico que repites una y otra vez los mismos movimientos. Ni la más pequeña variación. Mira, ahora sientes picazón en el brazo. Bastaría con que no te rascases para que interrumpir este infierno... —Me miró ansioso. Por supuesto, me rasqué. Agachó la cabeza, abatido—. Andrés, joder, estamos metidos en un follón que sólo tú puedes acabar. No queda mucho. Mira, ahora me levantaré y me marcharé. Basta con que no te despidas con la mano ¿vale? No me digas adiós.
Casi me daba lástima. Se levantó tambaleante tras apurar el resto del vaso.
—¿Por qué no rompes tú la secuencia?
Se detuvo; era lógico, esperaba la pregunta.
—No puedo hacerlo, Andrés, es tu secuencia. Apenas soy un pasajero cautivo, aquí contigo. Estoy condenado a repetir mi visita una y otra vez hasta que cambies algo. Tú también lo estás. ¿No quieres recuperar tu vida?
—Sí —repuse con lentitud—, claro que quiero. —Algo pugnaba por hacerse oír desde el fondo de mi mente. No era el Incordiante, ése llevaba un buen rato calladito.
—Entonces no te despidas, bastará con eso. —Se levantó, caminó hacia la puerta. Podía ver que la bruma aclaraba y que los contornos de las sombras adquirían definición—. Los dos quedaremos libres, Andrés, acabemos de una buena vez. —Tenía la mano sobre el tirador.
Observé su aspecto desaliñado. ¿Cuánto tiempo llevábamos en esto? Entonces caí en la cuenta. ¡No era una cuestión que nos afectara a los dos de la misma forma! En realidad el tiempo sí transcurría para mí, a velocidad normal, por decir. ¡El individuo estaba mintiendo! Yo no estaba atrapado, él sí. De alguna manera, el tiempo volaba para él, por eso se veía tan mal. Todo él, ropa incluida, se desgastaba... no envejecía sino que se deterioraba. Yo, sin embargo, me mantenía en perfecto estado. Claro que no me seducía seguir con esto para siempre; había que terminarlo de algún modo. Lo que tenía que hacer era...
—Adiós, que tengas un buen día —y agité la mano, como siempre.
Todo comenzó a desvanecerse mientras él gritaba, derrumbándose. Ya he dicho que amo a mi mujer; quiero recuperarla y a mi vida, lo único que tengo que hacer es esperar. Un hombre no sobrevive mucho con un plato de olivas al día y diez güisquis ¿verdad?
Abrí el bar como todas las mañanas a las siete y media en punto...
© J.E. Álamo

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Que dulce es saborear la victoria cuando crees que todo se ha pérdido...Me ha recordado aquellos relatos cortos de Hitchcock, muy bueno

JJT dijo...

Muy buen relato,estilo coloquial pero trabajado,y con carga irónica al final. Que te veo entrando en una secuencia circular de buenos relatos jeje

Anónimo dijo...

Intriga hasta el final y final inesperado. Cumple bien, entretiene y es original.

José Angel Muriel dijo...

Hacía tiempo que no leía una trama tan original. Supongo que, cuando leíste "Recurrencia", fue este el relato con el que encontraste similitudes. De hecho, la idea del bucle es la misma, aunque las razones que lo motivan sean diferentes.

Excelente trabajo, Joe. Enhorabuena.

Elena Pérez dijo...

Vaya, me ha gustado muchísimo.
Felicidades
Elena